América Superficial
Por Larry Romanoff, 24 de Julio, 2022
Traducción: PEC
Si tuviéramos que identificar un momento de la historia de Estados Unidos en el que la superficialidad arraigó en el país, bien podría ser un discurso de un vendedor estadounidense llamado Elmer Wheeler, que en 1937 acuñó la ahora famosa máxima de “No vendas el filete, vende el chisporroteo”. Para los que no lo sepan, el chisporroteo es el sonido que hace un filete cuando se lanza por primera vez a una barbacoa caliente. Su idea tenía mérito. Ver una foto de un bistec o escuchar un anuncio de radio sobre bistecs probablemente no generaría una respuesta de compra inmediata, pero escuchar ese sonido podría traer buenos recuerdos y persuadir a los compradores a dirigirse al supermercado. Su teoría era que no es el simple producto lo que genera una compra, sino nuestra respuesta emocional a algún elemento de ese producto.
Por supuesto, fueron los judíos estadounidenses quienes más o menos crearon el marketing, y los magos de la publicidad de Bernays no tardaron en adaptar los consejos de Wheeler a prácticamente todos los productos existentes. Pero, como ocurre con la mayoría de las cosas americanas, no sabían cuándo parar, y llevaron el proceso mucho más allá del final. Pronto se les ocurrió a los empresarios estadounidenses que si la gente compraba el chisporroteo no era necesario proporcionar el filete. Puede sorprenderle a mucha gente, especialmente a los estadounidenses, pero fueron las empresas estadounidenses, no las chinas, las que crearon productos falsos e inundaron la nación y el mundo con ellos. Como los clientes querían el “chisporroteo” del cuero en sus coches y en sus sofás, cualquier cosa que se pareciera vagamente al cuero sería suficiente. Fueron los estadounidenses quienes crearon el cuero, la madera, el metal, el vidrio, la lana y el lino falsos, el aceite de oliva virgen falso y, finalmente, las personas falsas. La lista es casi interminable. Se producía y vendía cualquier producto natural que pudiera falsificarse, pero que se vendía como auténtico, se producía y se vendía.
Y principalmente fue la confluencia del chisporroteo y del crédito lo que llevó a las empresas y a los vendedores a crear la propaganda del sueño americano; no el sueño en el que se triunfa, sino el sueño en el que se tiene la apariencia de éxito. Al fin y al cabo, pedir un préstamo para comprar un sofá de cuero falso y presumir de ello ante los vecinos es casi tan bueno como tener el dinero en el banco para comprar el auténtico. Y esto es lo que comercializaban los vendedores. El énfasis en ofrecer a los consumidores cada vez menos carne y más chisporroteo, junto con los materiales falsos comprados a crédito, acabó por dar lugar a lo que llamamos superficialidad, un término como cualquier otro que describe a los estadounidenses tan perfectamente.
Es interesante observar el desarrollo continuo de este proceso en la actualidad. No debería ser necesario señalar que Starbucks ofrece uno de los peores cafés del planeta, lo cual es natural, ya que fue diseñado para adaptarse a los gustos estadounidenses. Pero tal vez le sorprenda saber que Starbucks ya no vende café; ahora vende “experiencias”. Los vendedores y publicistas, ayudados por los propagandistas y su trasfondo freudiano, han llegado a la conclusión de que hay una forma aún mejor de saquear las cuentas bancarias que ofrecer productos falsos a crédito. Desde su punto de vista, los comercios que antes vendían mercancías (granos de café) se convirtieron en “empresas de servicios” (cafeterías) en las que la mercancía estaba estandarizada y el atractivo distintivo para el consumidor era la calidad del servicio. En ese cambio se degradó la mercancía -que era cara- y se sustituyó por un “servicio” que no costaba más que una sonrisa artificial. Ahora se ha pasado a un nuevo nivel en el que se sacrifican tanto la mercancía como el servicio, y se sustituyen ambos por “una experiencia”.
Los propagandistas y mercadólogos, la descendencia de Lippman y Bernays, están gastando enormes sumas de dinero en psicólogos y psiquiatras para averiguar precisamente qué es lo que tiene ir a un Starbucks o a un Wal-Mart que pueda crear una respuesta emocional positiva. Sí, lo sé. Casi me ahogo al escribir esta frase, pero esta gente habla en serio. Quieren identificar el estímulo y luego fabricar las circunstancias para intentar provocar esa respuesta. Si tienen éxito, la falsa mercancía y el falso servicio pueden desaparecer para ser sustituidos por una falsa experiencia emocional que atesorarán y un día les relatarán con entusiasmo a sus nietos. Todo es una falsa realidad creada con experiencias artificiales que no son reales, pero los estadounidenses ya están de gira internacional haciendo proselitismo del nuevo enfoque de marketing. Y todo es falso, del mismo modo que la mayor parte de Estados Unidos es falsa. En Estados Unidos, el marketing se basa en la mentira, al igual que prácticamente todo lo demás en la nación. Es interesante observar cómo los estadounidenses promueven esta nueva visión; son incapaces de reconocer que cualquier parte de su nueva biblia contrasta con la realidad, y reaccionan ofendidos cuando los europeos les dicen “Vosotros los estadounidenses sois todo imagen en lugar de realidad. Todo en vosotros es falso y superficial. Vosotros vivís en un cliché”.
Es cierto que sentarse en una cafetería de Viena o en un café en la acera en Roma puede ser una experiencia valiosa, un resultado generado por docenas o quizás incluso cientos de pequeños detalles encantadores que se combinan para crear una apreciación genuina de uno de los pequeños placeres de la vida. Pero estas pequeñas y maravillosas experiencias no pueden fabricarse y seguir generando un placer de la vida, excepto quizás para los estadounidenses que parecen haber perdido por completo la capacidad de distinguir el chisporroteo del filete y para quienes la única realidad genuina es la superficial. No hay nada intrínsecamente malo en querer que los clientes de uno tengan una buena experiencia, pero la actitud estadounidense hacia la creación de éstas no es genuina ni sincera; es barata, falsa y artificial, una respuesta emocional psico-inducida a una realidad falsa. En lugar de tratar de entender cómo dar a los clientes una experiencia real, genuina y agradable como la que recibirían en Viena o Roma, los estadounidenses se gastan millones tratando de entender cómo fabricar en sus clientes los “sentimientos” artificiales de una experiencia sin darles realmente nada. Hay que preguntarse en qué demonios piensan los estadounidenses, qué pasa por esas mentes. Y de nuevo, si alguien necesita tanto una “experiencia” como para que tenga que ir a un Starbucks o a un Wal-Mart para encontrarla, lo que realmente necesita es una vida.
Una de las fuentes más obvias de evidencia de la arraigada superficialidad que impregna hoy a Estados Unidos es la producción de frutas y verduras. Casi no hay frutas y pocas verduras producidas en Estados Unidos que tengan algún sabor, y casi no hay estadounidenses que sepan a qué sabe una buena fruta. La razón explica mucho sobre la mentalidad estadounidense. Los cultivadores estadounidenses querían eliminar las manchas naturales que aparecen en la mayoría de las frutas, por lo que éstas se cruzaron a lo largo de muchas generaciones para producir un aspecto cosméticamente perfecto. Además, la maduración esporádica y desigual resultaba incómoda y costosa, ya que los recolectores tenían que volver durante muchos días a lo largo de un mes o más para recoger toda la fruta, por lo que los cultivadores la cruzaron para que madurara lo más posible en el mismo día. Además, la ternura y la delicadeza eran un problema porque las frutas suelen dañarse durante el embalaje y el transporte, así que los cultivadores cruzaron las frutas para que fueran más duras y resistentes. No es ningún secreto que lo consiguieron. En un supermercado estadounidense se puede coger una manzana y lanzarla contra una pared de hormigón, y lo único que sufre daño es la pared. Después, quisieron estandarizar los tamaños, así que hicieron cruces para conseguir consistencia en el tamaño, tras lo cual la vida útil era un problema. Los frutos naturales sólo duran, en el mejor de los casos, unos pocos días antes de empezar a estropearse, así que los cultivadores cruzaron frutos que pudieran recogerse verdes y duraran meses. Por último, se cruzaron para obtener un color artificial.
En todo esto, los americanos estaban tan interesados en la cosmética y el beneficio que sacrificaron la única cualidad importante que era el sabor. El resultado son manzanas que saben a cartón, si es que tienen algún sabor, y la mayoría no lo tienen. Podemos comprar manzanas Granny Smith americanas en los supermercados de Shanghai, con un sabor entre la arcilla y el papel de seda. Comer un melocotón americano es como masticar un trozo de madera blanda. Las naranjas americanas de Florida no son más que una pulpa amarga e insípida, al igual que la mayoría de las fresas. Un productor estadounidense afirmaba que toda la industria frutícola se dedicaba a “decorar las tiendas”, en lugar de ofrecer alimentos deliciosos. Se trata de la apariencia, el marketing y el beneficio empresarial, una filosofía subyacente que refleja perfectamente la actitud superficial de los estadounidenses hacia la mayoría de las cosas, desde los automóviles hasta la educación. La versión estadounidense de un melocotón es una bola de celulosa seca de bonitos colores que se recoge verde y dura, se tira de los vagones y se mete en los camiones, se transporta durante semanas y se almacena durante meses, y luego se madura artificialmente mediante la exposición al gas metano. Es la fruta americana perfecta; dura como una roca, indestructible, con una vida útil de 75 años más o menos, y con su falta de sabor perfectamente reflejada en sus clientes. Si se ve una manzana americana en un supermercado chino en mayo o junio, esa manzana ha estado en algún lugar durante casi un año, y el hecho de que no se haya podrido no significa que sea comestible. Toda la fruta estadounidense debería evitarse, no sólo por su falta de sabor, sino por los productos químicos y los peligros de los transgénicos.
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Los escritos del Sr. Romanoff se han traducido a 32 idiomas y sus artículos se han publicado en más de 150 sitios web de noticias y política en idiomas extranjeros en más de 30 países, así como en más de 100 plataformas en inglés. Larry Romanoff es consultor de gestión y empresario jubilado. Ha ocupado altos cargos ejecutivos en empresas de consultoría internacional y ha sido propietario de un negocio internacional de importación y exportación. Ha sido profesor visitante en la Universidad Fudan de Shanghai, presentando casos prácticos de asuntos internacionales a las clases del último año del EMBA. El Sr. Romanoff vive en Shanghai y actualmente está escribiendo una serie de diez libros relacionados generalmente con China y Occidente. Es uno de los autores que contribuyen a la nueva antología de Cynthia McKinney “When China Sneezes” (Cuando China estornuda), (Cap. 2 – “Tratar con Demonios”.)
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